Aceite del Bajo Aragón

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El olivo, la aceituna y el aceite, son algo más que un árbol, un fruto y un producto; son parte de la cultura mediterránea y de la economía de los pueblos ribereños del Mediterráneo desde la Antigüedad. Prueba de ello son las dos raíces que sirven para designar el fruto del olivo, oliva deriva del sustrato griego «elaia» y latino «oleum», así como zaitum en árabe, es el origen del término aceituna.

Navegantes fenicios y griegos trajeron la vid y el olivo a la Península Ibérica, los romanos perfeccionaron las técnicas de cultivo y a los árabes les debemos el múltiple aprovechamiento del aceite, en cosmética, medicina y culinaria. En la edad media, al amparo de la repoblación cristiana se volvieron a impulsar los olivares y en la edad moderna los llevamos hasta América a la par que la colonización.

La zona olivarera en Aragón ha sido y es importante, favorecida por unas condiciones naturales apropiadas, se extiende prácticamente por todo el valle del Ebro y los Somontanos de las tres provincias, el aceite del Bajo Aragón alcanzó en el año 2000, la categoría de Denominación de Origen.

La recolección de la oliva suele hacerse en los meses invernales, de noviembre a enero, según los lugares y el destino que quiera dársele. Las de «aderezo», que son las de mejor calidad, se reservan para consumo de mesa preparadas con diferentes aliños, las de «ordeño» son las que se recogen para llevar al molino y extraerle el aceite. En las faenas de la recogida de olivas intervenía toda la familia e incluso se contrataban jornaleros, pues eran necesarias muchas manos para esta labor, que hasta mediados del siglo XX, era casi íntegramente manual.

El primer trabajo consistía en retirar las que habían caído al suelo, para poder extender bien «el mandil, lona o estera» bajo el olivo y poder recoger las que caerían al golpear las ramas o » varear» con ayuda de un palo o gancho y una escalera de madera de chopo para acceder a las copas más altas. Un cedazo, aventadora o abental se utilizaba para cribar y separar las ramitas y las hojas, del fruto. La mecanización del proceso no es fácil, pues en ocasiones los terrenos son abruptos y algunos labradores consideran que la vibración de las máquinas puede resentir a los olivos.

El trabajo se acompañaba cantando las «oliveras», cantos de trabajo que animaban la jornada, como las «plega de olivas» El olivar, ha sido durante siglos, más que una forma de vida para algunas zonas aragonesas, porque además implicaba varios oficios relacionados directa o indirectamente: el labrador, los boteros que hacían botos con piel de cabra para contener el aceite, los esparteros que tejían las esteras circulares en las que se prensaban y escurrían las olivas, los cesteros, los canteros de las piedras que esculpían los rullos y las piedras de molino y los molineros aceiteros que se ocupaban de la producción del aceite en la almazara.

Prácticamente hasta la primera mitad del siglo XX, la extracción del aceite se realizaba por medio de los ingenios mecánicos de un molino tradicional, con maquinaria de piedra y madera, accionada por la fuerza motriz del agua o la fuerza animal, llamado en este caso, «molino de sangre». Una almazara, en líneas generales, es una construcción con varias dependencias o bien zonas dentro de una gran sala; una de ellas destinada a descargar y almacenar las olivas extendiéndolas para evitar que se pudran, lo que solía hacerse en un patio, en la cambra o falsa o en una habitación, en donde también se podía almacenar la leña necesaria para terminar el proceso. Una fuente y balsa exterior para proporcionar agua necesaria para el proceso.

En la muela, las olivas se echan sobre la piedra del molino para que el «rullo», gran piedra cónica, o circular según modelo «italiano», triturase los frutos. Esta masa molida se acumula en los «serijos o capazos» de esparto, superponiéndolos apilados, para ser sometidos a la prensa de madera que era accionada por dos personas. El aceite se decantaba en la «sala de pilas» o en unas pilas contiguas a la prensa, dependiendo del tamaño del molino; estas pilas de piedra permitían que el líquido oleoso se fuera purificando de impurezas, a través de sucesivas decantaciones. Después se acababa de posar en los trujales subterráneos y una vez finalizado el proceso se reparte el aceite obtenido entre los usuarios del molino, proporcionalmente a las aceitunas que entregaron.

La mayor parte de las antiguas almazaras del Bajo Aragón renovaron a principios del siglo XX su antigua maquinaria. Una de las que han mantenido todos sus ingenios mecánicos y muestran aún su funcionamiento, es la almazara de Jaganta (Teruel). Es un edificio al parecer del siglo XVII, de tapial, con cubierta a una vertiente sobre vigas de madera con cañizos y teja; en el exterior una fuente y una balsa permitía abastecer de agua el molino. En su interior diáfano encontramos en primer lugar la «muela de sangre», la caldera, las pilas de decantación y la pieza principal o prensa de libra según el sistema inventado por el griego Pitágoras de «tornillo sin fin», compuesto en este caso de 6 maderos o troncos de pino de unos 20 metros de longitud, apoyados en dos grandes piedras verticales sobresalientes en la fachada a modo de torreta en un ángulo.

El olivo, es depositario también de un sentido simbólico y ritual, árbol sagrado en la mitología clásica y para el cristianismo; aún hoy, una rama de olivo, suele proteger las ventanas y puertas de algunas casas, reforzando esa necesidad natural de «aislar» el mundo familiar, representado en la vivienda, del mundo exterior, contribuyendo junto con los otros signos protectores de la casa a conservar el «orden frente al caos».

Bibliografía relacionada

Bonilla Polo, Ángel, Grande Covián, Francisco [et al.].

El aceite del Bajo Aragón,

Cartillas Turolenses, 16, Cámara de Comercio e Industria, Instituto de Estudios Turolenses, Teruel, 1993.

Espada Carbó, José Luis.

La oliva y su aceite,

Cuadernos de Estudios. Monográfico 7, Centro de Estudios Comarcales del Bajo Aragón-Caspe, Institución de Fernando el Católico, Zaragoza, 1999.

El olivo, la aceituna y el aceite, son algo más que un árbol, un fruto y un producto; son parte de la cultura mediterránea y de la economía de los pueblos ribereños del Mediterráneo desde la Antigüedad. Prueba de ello son las dos raíces que sirven para designar el fruto del olivo, oliva deriva del sustrato griego «elaia» y latino «oleum», así como zaitum en árabe, es el origen del término aceituna.

Navegantes fenicios y griegos trajeron la vid y el olivo a la Península Ibérica, los romanos perfeccionaron las técnicas de cultivo y a los árabes les debemos el múltiple aprovechamiento del aceite, en cosmética, medicina y culinaria. En la edad media, al amparo de la repoblación cristiana se volvieron a impulsar los olivares y en la edad moderna los llevamos hasta América a la par que la colonización.

La zona olivarera en Aragón ha sido y es importante, favorecida por unas condiciones naturales apropiadas, se extiende prácticamente por todo el valle del Ebro y los Somontanos de las tres provincias, el aceite del Bajo Aragón alcanzó en el año 2000, la categoría de Denominación de Origen.

La recolección de la oliva suele hacerse en los meses invernales, de noviembre a enero, según los lugares y el destino que quiera dársele. Las de «aderezo», que son las de mejor calidad, se reservan para consumo de mesa preparadas con diferentes aliños, las de «ordeño» son las que se recogen para llevar al molino y extraerle el aceite. En las faenas de la recogida de olivas intervenía toda la familia e incluso se contrataban jornaleros, pues eran necesarias muchas manos para esta labor, que hasta mediados del siglo XX, era casi íntegramente manual.

El primer trabajo consistía en retirar las que habían caído al suelo, para poder extender bien «el mandil, lona o estera» bajo el olivo y poder recoger las que caerían al golpear las ramas o » varear» con ayuda de un palo o gancho y una escalera de madera de chopo para acceder a las copas más altas. Un cedazo, aventadora o abental se utilizaba para cribar y separar las ramitas y las hojas, del fruto. La mecanización del proceso no es fácil, pues en ocasiones los terrenos son abruptos y algunos labradores consideran que la vibración de las máquinas puede resentir a los olivos.

El trabajo se acompañaba cantando las «oliveras», cantos de trabajo que animaban la jornada, como las «plega de olivas» El olivar, ha sido durante siglos, más que una forma de vida para algunas zonas aragonesas, porque además implicaba varios oficios relacionados directa o indirectamente: el labrador, los boteros que hacían botos con piel de cabra para contener el aceite, los esparteros que tejían las esteras circulares en las que se prensaban y escurrían las olivas, los cesteros, los canteros de las piedras que esculpían los rullos y las piedras de molino y los molineros aceiteros que se ocupaban de la producción del aceite en la almazara.

Prácticamente hasta la primera mitad del siglo XX, la extracción del aceite se realizaba por medio de los ingenios mecánicos de un molino tradicional, con maquinaria de piedra y madera, accionada por la fuerza motriz del agua o la fuerza animal, llamado en este caso, «molino de sangre». Una almazara, en líneas generales, es una construcción con varias dependencias o bien zonas dentro de una gran sala; una de ellas destinada a descargar y almacenar las olivas extendiéndolas para evitar que se pudran, lo que solía hacerse en un patio, en la cambra o falsa o en una habitación, en donde también se podía almacenar la leña necesaria para terminar el proceso. Una fuente y balsa exterior para proporcionar agua necesaria para el proceso.

En la muela, las olivas se echan sobre la piedra del molino para que el «rullo», gran piedra cónica, o circular según modelo «italiano», triturase los frutos. Esta masa molida se acumula en los «serijos o capazos» de esparto, superponiéndolos apilados, para ser sometidos a la prensa de madera que era accionada por dos personas. El aceite se decantaba en la «sala de pilas» o en unas pilas contiguas a la prensa, dependiendo del tamaño del molino; estas pilas de piedra permitían que el líquido oleoso se fuera purificando de impurezas, a través de sucesivas decantaciones. Después se acababa de posar en los trujales subterráneos y una vez finalizado el proceso se reparte el aceite obtenido entre los usuarios del molino, proporcionalmente a las aceitunas que entregaron.

La mayor parte de las antiguas almazaras del Bajo Aragón renovaron a principios del siglo XX su antigua maquinaria. Una de las que han mantenido todos sus ingenios mecánicos y muestran aún su funcionamiento, es la almazara de Jaganta (Teruel). Es un edificio al parecer del siglo XVII, de tapial, con cubierta a una vertiente sobre vigas de madera con cañizos y teja; en el exterior una fuente y una balsa permitía abastecer de agua el molino. En su interior diáfano encontramos en primer lugar la «muela de sangre», la caldera, las pilas de decantación y la pieza principal o prensa de libra según el sistema inventado por el griego Pitágoras de «tornillo sin fin», compuesto en este caso de 6 maderos o troncos de pino de unos 20 metros de longitud, apoyados en dos grandes piedras verticales sobresalientes en la fachada a modo de torreta en un ángulo.

El olivo, es depositario también de un sentido simbólico y ritual, árbol sagrado en la mitología clásica y para el cristianismo; aún hoy, una rama de olivo, suele proteger las ventanas y puertas de algunas casas, reforzando esa necesidad natural de «aislar» el mundo familiar, representado en la vivienda, del mundo exterior, contribuyendo junto con los otros signos protectores de la casa a conservar el «orden frente al caos».

Bibliografía relacionada

Bonilla Polo, Ángel, Grande Covián, Francisco [et al.].

El aceite del Bajo Aragón,

Cartillas Turolenses, 16, Cámara de Comercio e Industria, Instituto de Estudios Turolenses, Teruel, 1993.

Espada Carbó, José Luis.

La oliva y su aceite,

Cuadernos de Estudios. Monográfico 7, Centro de Estudios Comarcales del Bajo Aragón-Caspe, Institución de Fernando el Católico, Zaragoza, 1999.

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